
(Publicado originalmente el 10/8/2015)
El sábado quedé para cenar y tomar algo con una amiga, y al final ese tomar algo incluyó a otros amigos de ella, y a amigos de amigos.
Entre estos, se encontraba un muchacho parisino, que se sentó a mi lado.
Sabéis que soy un hombre más bien pacífico y bien educado. El contenerme me dio taquicardia.
Ese individuo, de voz gutural y gritona, era un ser irritante y desagradable. Ocupaba más espacio del que debía, tamborileaba con los pies constantemente, daba vueltas al servilletero primero con una mano, luego con otra, luego con la anterior, unas manos que se extendían hasta invadir el espacio que, lamentablemente, la forma de la mesa hacía que fuese el mío.
Maleducado, le silbó al camarero, se quejó de su bebida, interrumpió conversaciones, dejó de darle vueltas al servilletero solo para dar golpecitos con los dedos en la mesa, o para, cada dos segundos, darle la vuelta a su gorra. Se la quitaba y se la volvía a poner, y sus piernas inquietas surcaban los bajos de la mesa como buscando chocar con alguien, en un síntoma clásico de los hombres de gran tamaño que no han aprendido que avasallar con su talla no es agradable.
Intentando infructuosamente oír la conversación en la que estaba mi amiga con algunos de esos amigos que me había presentado esa noche y que sí me cayeron bien (el colega piernas inquietas había empezado a voz de grito una conversación paralela con un amigo suyo lo bastante alta como para afectar incluso el volumen de las conversaciones de las otras mesas del local), no tuve más remedio que refugiarme en el espacio que en esos momentos tenía detrás del tic del ojo, mi espacio mental.
Estaba ligeramente impedido por el segundo mojito de fresa, pero recordé que, justamente, esa mañana había visto una imagen en tumblr bastante ad hoc.

Mi traducción liberal vendría a ser: “Las personas poderosas es más fácil que sean condescendientes, que interrumpan, que ignoren a los demás, que invadan su espacio personal y que cojan la ultima galleta del plato. Pero estudios muestran que estos comportamientos en realidad ayudan a ascender al poder, porque aunque valoramos la amabilidad, no elegimos como líder a la persona más agradable de la sala, sino que elegimos a la persona que actúa como si fuese la mejor y más inteligente”.
Cuando leí ese texto, pensé en alguien que se comportaba más o menos como mi vibrante compañero de mesa, y al encontrarme con él cara a cara, volví a cuestionarme de qué planeta debo haber venido yo, porque este francés dinámico era mi primera elección como candidato, pero no al poder, sino a meterlo en un saco y echarlo al Sena.