
(publicado originalmente el 7/8/2015)
Tuvo un amigo íntimo durante muchos años, quizás no “desde la más tierna infancia”, pero una infancia todavía bastante fresca, como un bollo que hace un rato que está en el mostrador pero que aún se puede disfrutar.
En los últimos tiempos, este amigo fue desarrollando rasgos detestables. Se fue volviendo abrasivo, prepotente, egoísta, mentiroso. Se volvió un pequeño trol, gordo y casposo, empapado de sudor y autoimportancia.
Se volvió un mal amigo.
Por eso, dejó de verle, e intentó expulsarlo de su vida lo mejor que pudo.
A veces, se preguntaba, “¿Cómo es posible que mi buen amigo haya cambiado tanto?”, pero, el otro día, mirando viejas fotos, su amigo apareció en algunas. Y se dio cuenta de que, ya entonces, era igual que ahora.
Se dio cuenta de que no era que le hubiesen ido apareciendo características negativas que fueran debilitando la amistad, sino que la amistad se había ido debilitando, lo cual le había hecho ir percibiendo progresivamente sus defectos.
Horrorizado, corrió al espejo.
Entendió que sus amigos no veían al ser infecto que se reflejaba en el cristal, que la amistad les emborronaba la vista.
Y, lo más grave, entendió que no podía saber cuánto tardarían en empezar a percibir la verdad.