Su trabajo es simular

http://www.today.com/id/41817860/ns/today-today_entertainment/t/worst-oscars-ever-highlights-lowlights-show/#.VY8NZPntlBc

(publicado originalmente el 27/6/2015)

Aprendí de mi madre a desconfiar de los actores.

Cada vez que veíamos alguna clase de entrega de premios de cine, cuando el actor premiado se emocionaba al dar las gracias, “Pues claro que se llora, es un actor, sabe cómo mostrarse afectado… su trabajo es simular”.

Hubo un momento en el que no hacía falta que lo dijese, yo ya lo pensaba.

“Este actor, esta actriz, a lo mejor pasan del premio de la asociación del cine de Valdeburras, pero lloran igualmente cuando le dan el premio con total convencimiento, porque su trabajo es simular”.

Debería haberlo pensado cuando acepté una beca en un departamento de publicidad, pero, para empezar, yo quería esa beca, y cuando quieres algo, tiendes a confiar en quien te lo está dando, limitando el poder de la prudencia sobre tu toma de decisiones. Pero, ¿Confiar en publicitarios? ¿Qué locura es esa? Es gente que se dedica a crear discursos para convencer a la gente, de lo que sea.

Así, acabé trabajando en el departamento, escribiendo artículos que no llegaban a ningún lado, investigando asuntos que nunca fructificaban, luchando cuerpo a cuerpo con reuniones infructuosas y cargas de trabajo bestiales que en la siguiente reunión se esfumaban en el éter…

No eran el objetivo. Solo eran los primeros pasos del proceso.

Después de meses de partirme la espalda para nada, fui convocado a la reunión fatídica, de noche, en el sótano de la facultad.

¿Habéis pensado alguna vez por qué el premio de publicidad de Cannes es un León y el de Iberoamérica es un Sol?

Son dos de los aspectos del antiguo primigenio del que se destila la publicidad, el que hay detrás de todos los publicitarios, que no son más que títeres de carne, antaño humanos, hoy aberraciones dedicadas a la mentira.

Los nuevos becarios fuimos conducidos a la cámara subterránea, el departamento al completo esperaba, desnudo, embadurnado de sangre de chivo y ungüentos propiciadores.

El director, mi jefe, era el único que cubría su desnudez, con un enorme manto de piel que parecía de comadreja, pero de tamaño descomunal, como un humano.

La manifestación tridimensional del horror pluriontológico del primigenio de la publicidad esperaba, con un millón de fauces babeantes tornadas en sonrisa, los globos oculares de toda clase de tamaños rellenos de humores de todas las viscosidades vueltos hacia nosotros, pequeños, apocados, anulados.

Mi madre me salvó. En el momento en el que el ser nos despojaba de nuestra entidad, sus palabras regresaron. “Claro que sabe hacer ver que es un Dios temible, su trabajo es simular”. Mis compañeros, vacíos, fueron rápidamente rellenados por sus tentáculos mentales.

Pero a mí me palpó, después de vaciarme, y detectó mi resistencia, mi desconfianza instintiva y diminuta, absurda, pero suficiente. Si yo no podía entregarme, Él no podía asimilarme.

Me rechazaron, vacío, desnudo, embadurnado de los óleos del ritual, de cara contra el suelo repulsivo del Raval.

No me volvieron a llamar a las reuniones.

Los publicitarios son controlados por el dios con cara de León, de Sol, de Clio, y seguramente los actores a los que mi madre y yo mirábamos llorar con los premios lo hacían como títeres del gran dios Oscar, César, Oso. Aunque ya no eran humanos, eran algo.

Pero a mí me habían vaciado. Desde entonces, he estado luchando por volver a ser algo más que una carcasa casi vacía.

¿No me creéis?

Hacéis bien. Soy escritor.

Mi trabajo es simular.

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