Deberías ver a más gente

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(publicado originalmente el 28/6/2015)

“Carlo, deberías ver a más gente”.

Una y otra vez me lo dicen, mi terapeuta, mi madre, el mundo en general. “No es bueno aislarse”, y el implícito “si no conoces a gente, no conocerás a chicas, y morirás solo y miserable”. Y el “lo estás haciendo mal, lo estás haciendo mal, MAL. MAL.”

Pero paso muchas horas solo, ante el ordenador, en sitios cerrados, viendo películas, leyendo, escribiendo, deambulando por Internet… iba a decir, “y no porque no me guste la gente”.

Pero eso no es cierto, claro. Me resulta complicado relacionarme con desconocidos, y con un porcentaje muy alto de mis conocidos. En general, de hecho, salirme de mi estrecha franja de confort me resulta muy perturbador.

Pero mi tiempo trabajando en posiciones que requerían contacto constante con gente demuestra que soy capaz de hacerlo. El ejercicio constante de la socialización, vacía pero funcional, la práctica y el esfuerzo, me hicieron alguien que se atrevía a abordar a desconocidos, que no estaba en silencio mientras le cortaban el pelo y que no tenía problema con lanzarse a conversar.

Después, al dejar esos trabajos y perder la práctica, desaprendí lo aprendido.

Pero me ocurre otra cosa, una mucho peor, que he tardado mucho tiempo en comprender.

Mi piel, siempre irritada, puede parecer simplemente resultado de somatizar nervios. Pero no es así.

Tengo un problema: soy alérgico al aliento.

La respiración de las personas me oxida, poco a poco.

Incluso la mía me deja la nariz completamente despellejada y enrojecida. La frente -porque el aire caliente sube- se me reseca y endurece. La piel de los ojos, especialmente la córnea, se estropea y me impide ver con claridad.

Exponerme al aliento de otras personas, en privado y especialmente en público, es un atentado contra mi integridad física. Me estropeo como si el aire de sus pulmones me friese, me cubro de escamas urticantes y desagradables, me siento resecar como el lecho de un torrente bajo el sol.

No me veo con mucha gente, pero sí con alguna.

Y luego, en los largos momentos de soledad, miro películas, leo, escribo, deambulo por Internet, mientras, con una esponja áspera, me froto para desprender la capa roja y dura de piel agrietada de la oxidación que me produce el convivir con más personas. Debo desgastarme, poco a poco, desprenderme de la horrible coraza, pulirme para volver a un estado razonable de humanidad, con la piel flexible y suave, de un color entre amarillo y rosado, sin picores ni problemas.

Después, con la pala y el cepillo que guardo en el cajón del escritorio, barro los kilos de piel muerta y los echo a la papelera. Y, lo peor de todo, ni siquiera así adelgazo.

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