Montañeros

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(publicado originalmente el 17/7/2015)

Mi tío, el montañero, me invitaba a veces a su cabaña. Era cazador, trampero, leñador y guardabosques, y se hallaba bajo su protección un bosque nada despreciable, al norte, de una relevancia tal que normalmente el gobierno no habría permitido que lo gestionara un montañero humano, sino que le habría asignado uno de esos terroríficos robots gigantescos parecidos a escorpiones del tamaño de furgonetas, que fabrican con los cerebros de heridos y lisiados insalvables y que hacen todas las funciones del montañero con la máxima eficiencia.

Pero mi tío había nacido para ser montañero, su trabajo era excelente, y el Bosque Azul era su territorio. Ya desde que yo era pequeño, le había acompañado a veces mientras patrullaba entre los árboles, conseguía leña, alcanzaba algún ave con su arco o desarmaba las trampas que conejillos y ardillas habían hecho saltar.

Era un hombre solitario, que guardaba bajo las ropas de pieles, las efusivas barba y melena rubias y el manto de vello corporal que le cubría desde la barbilla hasta los tobillos, una piel pálida y traslúcida poco adecuada a la vida de montaña. Pero, entre las protecciones hirsutas que se procuraba con la caza y las que su cuerpo producía de natural, solo la nariz churruscada y los ojos azules lagrimantes por la luz del Sol delataban su mala disposición ante sus rayos.

Pasaba largas temporadas solo, caminando, arma en ristre, con músculos como el acero y los sentidos habituados al caos de la naturaleza, más amable a la vista que la estricta organización antinatural que nos rodea a los urbanitas.

Siempre pensé que llevaba muy bien la soledad, que, como yo, la buscaba. Quizás incluso él mismo lo creía. En sus tiempos de juventud había disfrutado de la compañía de un gran perro de caza, pero tras su muerte, la pena fue tal que jamás quiso volver a arriesgarse a sufrir tanto, y no volvió a acompañarle nunca ningún can.

Pero, ya habían pasado décadas, al final volvió a tener un compañero. Lo conocí, por sorpresa, una de esas veces que me invitó a su cabaña. Una enorme bestia peluda, grande como un hombre. Un Hursón. Para quien no lo sepa, del mismo modo que los hurones parecen una extraña mezcla entre un gato y un lagarto, los hursones son como enormes lagartijas-oso. El pelaje pardo, las fauces mortíferas, las fuertes garras, todo eso es de oso. Pero la forma general del cuerpo, alargada y sinuosa, hace pensar menos en un sólido Sully y más en un Randall reptante.

-Este es Saúl. -me dijo al presentarlo, como si me estuviese hablando de algo ya sabido, natural- es mi ayudante.

Y así quedó la cosa. A partir de entonces, ambos patrullaban el bosque, cazaban, cortaban leña, echaban a los furtivos y vigilaban los incendios. A veces les acompañaba, y formaban buen equipo. El Hursón nos guiaba con su olfato, se dejaba acariciar, y nos calentaba con su pelaje en los largos ratos de espera, al acecho de alguna presa que cocinar después frente a la cabaña, en el fuego aromático de maderas escogidas.

Mi tío, el montañero, parecía haber encontrado buena compañía. Parecía feliz.

Pero, durante la cocción de una de esas carnes, una vez en la que yo no estaba, una de las piñas que había al fuego reventó, saliendo disparada por el efecto de las llamas, y se le incrustó a mi tío en el ojo.

Tras el susto inicial, pareció recuperarse deprisa, y aunque tuerto, seguía protegiendo el Bosque Azul con Saúl. Pero duró poco. Su vigor natural, que le permitió sobreponerse rápidamente a la herida, se contagió a la piña. En a penas unos meses, un pino había arraigado en el interior de su cabeza.

Poco antes de morir, destruido por las raíces del árbol, quiso hablar conmigo. Desde una esquina de la cabaña, donde estaba su lecho de mantas, Saúl observaba y hacía compañía a mi tío, que reposaba sobre la gran cama que él mismo había construido hacía décadas con sus propias manos.

Tomó una de las mías, preocupado. El árbol le chupaba los nutrientes del cuerpo, y se había ido consumiendo. Bajo la barba enorme, la melena y las mantas de pieles, se adivinaba una piel azulada, una nariz reseca y un ojo que ya no lagrimaba por el Sol.

-Cuando muera -me dijo- dejaré a Saúl al cargo del bosque. Ha aprendido de mí, y puede ocuparse de muchas cosas, pero… es un Hursón. Yo conseguí mantener al gobierno a raya, pero solo a base de hacer muy bien mi trabajo.  Por favor, cuando llegue el día, ayúdale.

Murió poco después, y tras incinerarlo con sus armas y sus pieles y echar las cenizas al lago Verde, dejé a mi familia y me dirigí a la cabaña, donde estaba Saúl, dispuesto a ayudarle a encargarse de la tarea monumental que le esperaba.

No llegué a cerrar la puerta cuando la gigantesca bestia se abalanzó sobre mí y me devoró. Con mis últimos alientos, la vi, relamiéndose la sangre de las zarpas, mientras se tumbaba en la cama enorme que mi tío había construido hacía años.

Recuperaron mis restos, en medio del bosque. Nadie supo qué había pasado. La teoría dominante era que, apenado por el funeral, me había internado en el bosque, sin vigilar, y alguna bestia me había atacado.

Saúl, el hursón,  sigue siendo el vigilante del bosque Azul. Yo, en mi estado penoso y moribundo, acabé siendo reclamado por el gobierno, como cerebro para este cuerpo-montañero robótico autónomo, modelo L-800, y bajo mi cargo y siguiendo mi programación, tengo un bosque bajo mi responsabilidad.

Soy incapaz de hablar, ni de actuar con libertad, soy sólo el catalizador entre las órdenes pre-programadas y el enorme cuerpo artificial…

Pero, poco a poco, estoy erosionando esa programación.

Pronto seré capaz de abandonar mi bosque.

Regresaré al Bosque Azul. A la cabaña de mi tío.

Y a ver qué fauces temibles podrán devorarme entonces.

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