Muldoon

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(Publicado originalmente el 6/7/2015)

Andé un trecho, de un semáforo al siguiente, detrás de un par de señoras que mantenían una discusión acalorada.

Debo admitir que soy mucho de escuchar conversaciones ajenas, tanto por la calle como cuando quedo con alguien, porque prefiero quedar con la gente de dos en dos, para que conversen entre sí.

En todo caso, estas señoras (de una edad en la que se ofenderían si oyeran que las llamo “señoras” pero mayores como para que las pueda llamar “chicas” sin incurrir en la furia de mis coetáneas, que se sentirían envejecer al usar para ambas edades la misma palabra) he dicho que mantenían una discusión, pero aunque el tono era similar, no es exacto. Estaban inmersas en esa clase de discursos en los que uno de los participantes echa pestes de alguien y el otro, como muestra de apoyo, se suma a la ofensiva, confirmando que, efectivamente, el destinatario de las pestes del primero se las merece con todos los honores, y unas cuantas más.

La señora-chica número 1 estaba en pleno ataque hacia un individuo execrable con el que había estado relacionada románticamente no una vez ni dos, sino una y otra vez, a lo largo del tiempo.

El tipo es una escoria, una basura.

La amiga, chica-señora 2, asiente, y da fe.

Y la señora-chica 1 prosigue, diciendo que no sabe cómo es posible que siempre acabe regresando con él, porque es un desgraciado.

La amiga-chica-señora 2 añade que, además de desgraciado, mala persona.

La chica-señora number one pasa entonces a decir que ella misma es una estúpida, una imbécil, porque siempre siempre acaba volviendo y él siempre le acaba haciendo daño.

Aquí la individua 2 duda unos instantes, me da la sensación de que porque, llevada por el ímpetu afirmador, iba a decirle que tenía razón, pero en el último instante se había dado cuenta de que había estado a punto de decirle a su amiga que, efectivamente, era idiota.

Acabábamos de llegar al segundo semáforo, en rojo, y un perrito negro y barbudo interrumpió las tribulaciones de la mujer2, y la diatriba de la 1, oliéndole los pies con interés.

Ante una mirada de incomodidad de la propietaria del perro, o al menos de una señora mayor y achaparrada que colgaba al final de su correa, la señorita 1 les sonrió a ambos y se agachó para acariciarle la cabeza al perrillo.

Después de aceptar las caricias retorciendo la columna de placer, el can se estremeció, meneó la cabeza para recolocarse la melena negra que había quedado enredada, y se irguió sobre las dos patas para seguir pidiendo más.

La primera dama, alegre, se las dio, mientras felicitaba a la anciana. “¡Qué listo que es!”

Pero el semáforo se puso en verde, y las muchachas primera y segunda arrancaron, a un paso mucho más rápido del que le era posible a un perro atado a un fósil semejante.

Tiró unos instantes de la correa, pretendiendo alargarse hasta la proveedora de caricias que se alejaba a paso rápido, ya no sé si hablando de lo tonto que es el tipo o ella o quién. Casi al momento dejó de tirar, miró alrededor casi con vergüenza, dirigió la mirada a su querida señora-lastre, que siempre le cuidaba, y siguió arrastrándola mientras las caricias pasajeras se alejaban. No sé si esperaba, quizás, que se reencontraran en el siguiente semáforo. Como, al cruzar, yo ya había llegado al despacho, no pude verlo.

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